María tenía 9 años cuando salió de Nicaragua. Recuerda estar escondida en una casa los días previos y que una mañana cualquiera su mamá le dijo que era momento de irse, cuando ni siquiera entendía por qué estaban escondidos. «Lo único que pasaba por mi mente era, no me quiero ir. O sea, no entendía completamente qué significaba el irte, porque para mí irte era como decir, me voy de la casa a visitar a mi abuela o a la playa o lo que sea. Pero, o sea, era irnos ¿A dónde?» relata María sobre el inicio de su exilio.

«Me acuerdo de que con mi hermana lloramos. Todo el camino pasamos llorando. Me acuerdo de que le dije a mi papa, papa, me duele el pecho, regresémonos, le dije yo, papito, regresémonos.» Su padre, no pudo responder: «Mi papa solo volvió a ver a otro lado y pues llorando y nunca había visto como una faceta así de que yo le dijera algo a mi papa y de una vez se rompiera.»
En otros rincones de Costa Rica, otros niños y otras niñas, viven la misma historia bajo distintos nombres. A unos kilómetros de distancia se encuentra Ariel. “Nos vinimos por persecución”. Lo supo, después de haber sido agredida por policías en el departamento de Matagalpa, cuando preguntaban por su madre. “Me sentí como un ladrón”, recuerda. Tardaron varios días en llegar a su destino. Primero, en casa de una tía, luego el cruce de frontera. No fue una aventura. Fue huida.
Estando ya en Costa Rica, pensó que las cosas mejorarían. “Voy a obtener un mejor futuro y le voy a dar un mejor futuro a mi familia”, se dijo. Era su forma de encontrar sentido. Pero también pensó que nunca volvería a ver a su abuelo ni a su primo. “Qué injusto que personas menores de edad se vean involucradas en cosas de adultos”, dice ahora, recordando aquel momento.

Alexis recuerda a su cachorra como si hablara de una amiga. Tenía una obsesión insaciable por los mangos maduros. “Jugaba a quitarle su mango, porque a ella le encantaba el mango”, dice. Antes de irse, le dio un beso en la frente. Fue su manera de despedirse. Los adultos le dijeron después que podía tener otra, pero no es lo mismo”, refuta Alexis.
Tenía once años cuando salió de Matagalpa hacia Costa Rica, sin saber que ese último abrazo con su mascota y con las personas que amaba iba a ser definitivo. “Despedirse de una persona que no sabes si la vas a volver a ver… y que ese último abrazo, en ese momento, no sabías que sería el último”. La voz de Alexis no tiembla, pero las pausas que hace al hablar dicen lo que las palabras no alcanzan.

Las infancias de María, Ariel y Alexis, fueron interrumpidas por un conflicto más grande que ellas y que la mejor voluntad de sus padres, se transformó en una serie de silencios, de preguntas sin respuesta y de rutinas inconclusas.
Michael y Nitli llegaron también desde Nicaragua, pero sus historias siguen otros caminos. “Nos vinimos porque allá no había trabajo”, cuenta Michael. “Mi mamá decía que en Costa Rica se ganaba mejor, que aquí podíamos estudiar”, comentó.

Para ellos, el viaje fue una búsqueda de oportunidades, no una escapatoria. “Hay una diferencia clave”, dice Linda Núñez del Colectivo de Derechos Humanos Nicaragua Nunca Más. “Mientras las familias que migran por razones económicas suelen mantener la idea del retorno, los exiliados viven con la incertidumbre de no volver. Los hijos sienten eso: no hay promesa de regreso, solo una fuga sin fecha de retorno. No hay hogar que recuperar”.

María lo entendió con los años. “Cuando vine, todo el tiempo decía que quería regresar. Pero cuando crecí, pensé que, aunque volviera, ya nada sería igual. Mi abuelo envejeció, mis amigos crecieron. Nicaragua se quedó congelada en mi memoria”.
“Los hijos del exilio cargan con duelos. Ausencias no explicadas” Reflexiona Núñez, “los padres venimos golpeados, no tenemos nosotros realmente la fuerza, la capacidad en ese momento de darles la atención que ellos necesitan. Entonces están mucho más solos todavía, mucho más silenciados porque no entienden y no saben cómo explicarlo, su duelo, su dolor, todo nuevo, entonces es mucho más difícil para ellos la adaptación”, enfatiza.
María lo cuenta sin impresión, pero con la madurez que da haber crecido rápido. “Yo veía a mis papás llorar en la madrugada, diciendo que no había para la casa o para la comida. Entonces, mejor me quedaba callada. No quería darles más preocupaciones”.
En la escuela, la presión social se convirtió en un desafío que minó la autoestima de María. “Yo me acuerdo de que tenía una compañerita. Ella me dijo que yo no le podía ganar, porque yo no era competencia para ella, o sea, porque yo venía de Nicaragua. Y yo me quedé callada… Eso me hizo sentir mal y me hizo sentir culpable porque yo decía, ¿Cómo yo que vengo de Nicaragua, voy a ser mejor que ella que es tica?”.
Otra casa, otras reglas
Costa Rica ha sido largamente concebida desde el mito del «país de paz» en Centroamérica. Sin embargo, hoy afronta el aumento de la discriminación y la xenofobia hacia su creciente población migrante. El informe sobre discursos de odio y discriminación 2024 de la Organización de Naciones Unidas Costa Rica confirman el aumento significativo en los discursos de odio en el país, con las expresiones xenofóbicas creciendo un 65 % y concentrándose la mayor parte de estos mensajes en las principales zonas urbanas de las distintas provincias de Costa Rica. Este aumento no se limita a las conversaciones políticas o a las redes sociales; desciende hasta la vida diaria, alimentando el prejuicio que ve a la persona migrante no como un ser humano que busca refugio, sino como una carga que compite por recursos.

En el caso de Costa Rica, según datos del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas, en 2020 el país acogía aproximadamente a 519, 000 personas migrantes, lo que representa el 10,2 % de su población total. Diez años antes, esta cifra era de alrededor de 408, 000 personas, evidenciando un aumento de más de 110, 000 migrantes en una década. De acuerdo con información adicional de la Dirección General de Migración y Extranjería (DGME), la mayoría de estas personas provenían principalmente de Nicaragua y Venezuela. Estas cifras no especifican la condición migratoria particular.
En este escenario, la infancia migrante se enfrenta a un microclima de exclusión donde el acoso y la estigmatización se «naturalizan». El estudio de 2023 sobre xenofobia y discriminación del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) concluyó que el rechazo se manifiesta a través de bromas o chistes, imitaciones por la forma de hablar, lenguaje despectivo y malos tratos. El acento, el origen o la simple mención del país de procedencia se convierten en la excusa perfecta para el aislamiento.
Este mismo estudio, revela la gravedad del dilema social en Costa Rica, ya que a pesar de que la mayoría de la población costarricenses encuestada 95.7 % está de acuerdo en que la niñez migrante debe tener acceso a la educación, simultáneamente, más de la mitad 52.8 % cree que los costarricenses deberían tener prioridad a la hora de matricular a sus hijos. Esta dualidad entre la apertura legal y la reserva emocional se traduce en un mensaje confuso para el niño migrante: «tenés derecho a estar aquí, pero no sos bienvenido del todo.»
En las aulas costarricenses, las infancias del exilio y la niñez proveniente de la migración económica comparten el mismo estigma: el acento, la piel y el origen. “Aquí todo era diferente. En la escuela me molestaban por cómo hablaba, por mi acento, por ser flaquita. Me decían que aquí no era Nicaragua”, comenta María.
Ariel también lo vivió “Cuando vine, me corté el pelo, y parecía niño. En el colegio me decían cosas, me veían raro. Los profesores no ayudaban. Aprendí a no decir que era nica, pero tampoco a negarlo. Solo no lo digo, para protegerme”. Alexis en cambio recuerda las veces que otros estudiantes le han dicho que los paisas llegan a Costa Rica a quitarle el trabajo a sus padres.
Pero Michael y Nitli, también han pasado por incidentes de discriminación. “Sí, por mi color de piel” cuenta Nitli al preguntarle por estas situaciones. “Que soy una negra fea y todo eso” comenta mientras la mirada se le retrae.


Núñez detalla que, producto de estas expresiones de discriminación y xenofobia, muchas infancias se han visto orilladas a hablar como tico para evitar el acoso escolar. “De hecho hay una experiencia que una niña comenzó a dejar de hablar en los colegios, en la casa, y (ella) era hablantina, era muy expresiva, y de repente la mamá le comenzó a decir que hablara. Y un día la estaba estimulando, forzando para que hablara, y la niña dijo, ¿para qué querés que hable? cada vez que hablo en el colegio todos se burlan. Entonces van adaptándose a esa situación, pero sin orientación. Porque los padres estamos golpeados, los padres apenas estamos también integrándonos y buscando cómo sobrevivir”.
María lo resumió con precisión: “Aquí no importa si venís por hambre o por política, igual sos nica. Y eso ya te pone en otro lugar”.
El tercer territorio: Ser del exilio y reconstruir la patria interna
Con los años, María, Ariel, Alexis, Michael y Nitli, han construido un lugar propio, aunque no siempre se sienta estable. María baila danzas nicaragüenses en el colegio. “Es mi forma de contar mi historia sin decirla”, explica. “tal vez no todo el mundo sabe mi historia, pero a través de eso, aunque no sé lo cuento, le puedo dar a entender alguna cosa».
Ariel, que al principio se escondía, hoy dice con orgullo: “Tengo una mente de persona emprendedora”. Ganó un reconocimiento escolar por su ingenio. “Eso me hizo sentir que puedo, aunque a veces no tenga ganas de decir de dónde soy”. Continua y cuenta que en Costa Rica tiene más futuro y privilegio “No privilegio de persona extranjera, sino más oportunidades”. De pronto, su tono cambia. Habla del futuro. “Me veo estudiando farmacia, criminología o medicina forense. Porque una persona que no hace lo que le gusta nunca está motivada.”, afirmó.

Por su parte Alexis, ha encontrado un espacio en la escritura “Me ayuda en liberarme a mí misma —explica—. Es como tener un hueco en la garganta, un nudo hueco. Un nudo que quieres soltar.” En esas líneas encuentra refugio, y quizás una forma de entender lo que ha vivido. Michael y Nitli, también han encontrado en el arte, un poderoso lugar de pertenencia. Michael no solo toca el piano y la flauta, sino que convierte sus teclas en un puente sonoro. En esos acordes, entrelaza los ritmos característicos de las rumbas nicaragüenses. Nitli, por su parte, reafirma su identidad cada día a través del movimiento cuando baila danza folclórica junto a su madre y padre, como un acto que honra y proyecta su cultura. Para ambos, el arte no es solo un pasatiempo, sino una afirmación constante de quiénes son, a pesar de estar lejos de casa.

Al plantearle la pregunta sobre un posible retorno, el semblante de María se transforma por completo. «Volvería a sentir algo parecido a lo que sentí cuando vine acá», confiesa, reflejando el trauma inicial del desarraigo.
«Por mucho que yo extrañe mi tierra y quiera ir a mi tierra y yo diga, quiero estar con mi abuelo, quiero estar con mis primos, sentarnos a ver muñecos o simplemente sentarnos y estar todos juntos», explica con la voz pausada.
La frase se detiene para hacer una pausa definitiva sobre la realidad actual «Siento que, hm, o sea, ya mi vida está aquí. Yo ya me adapté acá y sería muy difícil y no estoy segura si decidiría volver para quedarme o me tomaría un tiempo para pensarlo bien». La adaptación, que fue una necesidad para sobrevivir, se ha convertido ahora en un ancla que le impide echar marcha atrás.

Núñez explica que las niñeces migrantes, les ha costado tanto asimilar el cambio que la idea de volver a hacerlo se convierte en un nuevo trauma: “No queremos volver a cambiar, no quiero volver a dejar mi casa, no quiero volver a tener que hacer nuevos amigos”. Esta aversión al nuevo desarraigo impone una responsabilidad directa sobre la sociedad de acogida, pero también sobre los actores que están directamente involucrados con la reconstrucción de Nicaragua. “Estos niños y adolescentes salieron de un Estado que los agredió, que les negó protección y educación. Ahora encuentran estabilidad y futuro en Costa Rica, es muy posible que la mayoría decida quedarse” señala. “¿Qué vamos a ofrecerles? Debemos tener una estrategia y una mirada de cómo también integrarlos, porque, aunque ellos se queden. No dejan de ser nicaragüenses”, recalca.
“Ser hijo del exilio es crecer sabiendo que algo te fue arrebatado”, concluye Núñez. “Pero también es aprender que se puede reconstruir desde la pérdida. Que los recuerdos no solo duelen, también sostienen”.

De acuerdo con los registros de la Agencia de la ONU para los Refugiados en su reporte de resultados 2024, de 241, 000 personas registradas como refugiadas o solicitantes de Asilo en Costa Rica. El 83 % son nicaragüenses. El desafío es constante, ya que los monitoreos fronterizos de 2024 realizados por la Organización Internacional de Migraciones, indican que casi un tercio de los grupos migrantes que ingresan al país son menores de edad. Detrás de esa cifra están: María, Ariel, Alexis, Michael y Nitli, aprendiendo a crecer después de la frontera.
Periodistas: Alexander Null I Jeafrey Lara

