El tránsito se ha transformado en una manifestación de la violencia cotidiana, estructural y silenciosa. En Nicaragua, entre enero y marzo de 2025, 230 personas perdieron la vida en accidentes de tránsito, mientras que 657 resultaron heridas. El dato es alarmante, pero lo más preocupante es cómo se ha normalizado.
La mayoría de las muertes ocurrieron por exceso de velocidad, imprudencia, conducir en estado de ebriedad o no mantener la distancia adecuada. Más del 50% de los fallecidos eran motociclistas. En un país donde desplazarse es una necesidad más que un lujo, la motocicleta es la opción más común, pero también la más vulnerable.
«Los que andan en moto se creen dueños de las calles. Entre la pista del mercado Roberto Huembes los motorizados van zigzagueando entre los carros y a toda velocidad, y eso a veces resulta en muerte para el que va en la moto y problemas para quien va en el carro», dice Manuel chofer de una empresa repartidora de alimentos.
En Nicaragua, se vive con temor constante: caminar, conducir o simplemente salir de casa implica un riesgo permanente. Las autoridades reducen los incidentes a meras estadísticas, ignorando que detrás de cada número hay una vida truncada. Las carreteras están marcadas por cruces que cuentan historias silenciadas, mientras el país avanza como si nada ocurriera.
«Los conductores de buses manejan de manera temeraria, ponen el riesgo a las personas que van del bus y también los que van en circulación por la calle, pero hasta que pasan las desgracias las autoridades aparecen», dice una vendedora ambulante de Managua.
Cuando el Estado no asegura la seguridad vial, no educa, no regula ni invierte, también está fallando. Esto no es únicamente una cuestión de imprudencia individual, sino de un sistema que desampara a quienes se desplazan por necesidad. La pérdida de 230 vidas en tres meses debería ser una señal de alerta. Sin embargo, en Nicaragua, hasta las emergencias parecen silenciarse. Y las calles siguen cobrando vidas.
Periodista: Madeleyni Hernández